Viento blanco

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La vieja tradición

Santiago Loza, pertenece a una vieja tradición de dramaturgos que está perdida. Autores de la vieja escuela. Los que escriben y luego abandonan a sus criaturas en las manos de otros. Un ejemplo histórico de esta proeza del desapego es Griselda Gambaro, que siendo una de las más importantes dramaturgas argentinas, no dirigió una sóla obra. Por lo demás, desde que sucedió en Buenos Aires algo que se llegó a nombrar como Nueva Dramaturgia la norma pareciera ser “hacerse cargo”. Incluso llegando a convencer a Mauricio Kartun de que ese era el camino.

La cuestión primordial de este conflicto central en el teatro radica en encontrar soluciones escénicas a la supuesta no teatralidad de los textos. Por ejemplo: las obras escritas por Loza además de rebalsar de poesía y estar centradas en un único personaje; son contadas en tiempo pasado. El riesgo que representa la puesta de sus textos está en esa competencia del presente de la escena contra la imágen y el tiempo aludidos.

Riesgo que hoy en día mucho más de un director y muchísimo más de un actor está dispuesto a aceptar. En este caso quienes le piensan soluciones escénicas son Valeria Lois (quién ya había interpretado La mujer puerca escrita por el dramaturgo) y Juanse Rausch (director de Paquito, entre otras cosas); Mariano Saborido es quien le pone el cuerpo a Viento Blanco.

La obra ocurre en un lugar recóndito y desolado en el sur, un hostal. Marito, el hijo de la avejentada dueña trabaja con prestancia y perfil bajo. Se hace amigo de otro jóven del pueblo, José. Los pesqueros chinos que pasaban dejan de ir. El cura se va. José se va. Pronto, Viento Blanco es un cuento de soledad. Un regreso, una despedida y un deseo de huir.

Para rodear el único cuerpo, la obra no dispone más que de un patio presentado por un acotado muro, unos estantitos, una canasta con las sábanas por lavar y una pileta amurada. Pileta que funciona, que tiene agua.

Por momentos, una luz cenital produce el reflejo del vaivén del agua en un movimiento simple, poético e hipnotizante. Como el pequeño caos de una llama o el sol que se escapa por las rendijas de los árboles.

También, una simple vela que se prende en un momentito al principio y cobra extrema importancia cuando bajan las luces generales y emerge la oscuridad. Detalles pensados por Valeria y Juanse que acompañan a Mariano sin obnubilar, ni distraer. O distrayendo amablemente como otra forma de contar esa soledad seca en la que vive el personaje.

La luz acompaña a la escenografía en esa imagen esquimal. Esquimal por eso de nombrar tonos de blanco (que es el producto de la ausencia). En el caso de los focos, juegan con distintas temperaturas en la luz acompañando armónicamente el tono de la puesta. Como un acorde dominante que con alguna tensión de más le aporta intensidad a una nota alta.

La nota alta, literalmente, la hace sonar Marito, que además de proferir en su voz suave y dulce, canta lírico. Pasma, a poco de empezar la obra, en un registro imposible para un varón promedio. Muy por encima de un tenor. Curioso que, poco después de cantar por primera vez, Marito se queja de “lo mal que canta José”. Un espectador promedio podría conjeturar que José cantará tan bien como cualquier mortal. En esa comparación aislada también está la soledad del personaje.

El canto no es el único talento cautivante con el que Saborido sostiene la obra. En un momento lava una sábana. Jabón, agua, tela. Jabón, jabón, agua, agua, tela, tela. Jabón, agua, jabón, agua, tela. Tela, tela, tela, jabón, tela. En ese juego hay una clave. Marito es pura rítmica.

Es explosiva la mayoría de las veces. Apura y frena. Respira poco. Crece. Pero cuando se detiene, es bien notorio. Despliega, además, una presencia llenando la sala con sus ojos bizcos que disparan hacia todas las direcciones sin dejar a un sólo espectador fuera.

Ya convencido el público por la poesía, por la presencia y la voz sobrenatural; la obra guarda una última transformación haciendo carne eso del “actor como un médium”. Saborido sorprende con un nuevo registro vocal. Más riesgo, cuando ya había suficiente.

La nueva lección de dramaturgia que da Loza es “escribí de más”. A la inversa de las ideas de eficiencia y prudencia que circulan. Viento Blanco, retoma una dramaturgia donde los relatos se enmarcan con fluidez y transparencia. Entran y salen de pasados. A veces en primera persona, a veces en segunda, a veces en tercera.  Los monólogos dentro de los monólogos de Loza derrochan. En vez de no acabar nunca de decir, dicen y siguen diciendo cada vez más y mejor.

Parecido a lo que escribe Tamara Tenenbaum en su díptico judío pero desde otra liturgia: quizás una tesis de Viento Blanco está en encontrar al santo en uno que circula por fuera de la norma. Esta tendencia más que una novedad es una vuelta al teatro. A la experiencia teatral que puede ofrecer poesía, sutileza y talento pero que, al final, lo que importa, es ese estremecimiento fuera del tiempo profano.

Ficha:

Actúan: Mariano Saborido

Dirigen: Valeria Lois, Juanse Rausch

Género: Unipersonal

Categorías: Reseñas

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