La gesta heróica

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Escala de grises

En un fragmento de La Gesta Heroica se produce una transición. Se apagan todas las luces. El padre ya estaba en el baño. A oscuras, Ernesto, el primogénito, el único que quedaba en escena, entra en el mismo baño. Pasan unos segundos y aparece desde el fondo la luz de una linterna. Salen Lorenzo y Elena a los gritos. Luego, también desde el fondo, Ernesto. Dicen que se cortó la luz. Entonces, ¿la luz se apagó por una convención teatral o por el corte? ¿Ernesto entró en el baño o salió del escenario por una pata disponible? Se produce una confusión, una sutil desprolijidad.

Esto no es un evento aislado. Quizás esta supuesta desprolijidad sea una de las claves de la obra.

La Gesta Heroica se trata sobre los hijos de una familia desmembrada que se reúnen en Santa Teresita con su padre (Luis Machin) para firmar una sucesión en vida. Un terreno familiar cedido en el año 79 a la familia ahora será dividido en tres partes iguales. En él, queda la casa del viejo y las ruinas de un parque de diversiones (de nombre “La Gesta Heroica”) que nunca despegó comercialmente. Integran la familia: Ernesto (Martín Mir), el supuestamente exitoso primogénito y alejado de los demás, Lorenzo (Facundo Cardosi), el hijo del medio que se hace cargo del padre muy enfermo pero sin prospectos claros para encarrilar su vida y Elena (Marina Carrasco), la hija menor que, a los tumbos, trata de formarse como artista.

En esta reunión todos parecen estar de acuerdo con apurar y concertar esa división equitativa, firmar y seguir con sus vidas. Sobre todo Ernesto que ya tiene su propia familia de la que ocuparse. Sin embargo, una serie de interrupciones de todo tipo (un corte de luz, unas empanadas que llegan, problemas de salud del desmejorado padre) embarran esta misión inicial y empiezan a dejar desnudos los vínculos filiales y fraternales.

Estos, antes que cualquier otra cosa, están formados desde un profundo desprecio que termina conspirando en contra de sus propias necesidades. La repelencia es tal que no pueden ponerse de acuerdo para el simple acto de firmar lo que los liberaría de esa convivencia.

La larga escena en la que está contada la obra avanza a la par de esa interminable y claustrofóbica noche mientras esos papeles siguen sin firmar. En el medio aparecen algunas pinceladas de tramas secundarias: Elena quiere mostrarle a su padre el monólogo que viene practicando para su clase de actuación; Lorenzo corteja a Roxi, una mujer mucho más grande que trabaja en la rotisería a la que llaman a pedir la comida; Ernesto envía unos ridículos audios de WhatsApp a su mujer para mantenerse en contacto y el padre no deja de poner una y otra vez la grabación de la King Lear de Laurence Olivier mientras recita sus diálogos en voz alta.

La obra se ofrece en el título como una “tragedia costumbrista” y, en efecto, la experiencia se puede vivenciar en ese sentido. Pero también se le puede agregar un ingrediente más, armando un tridente de sabor.

La mezcla incluye, por supuesto, el teatro isabelino y a William Shakespeare; incluye el costumbrismo que acerca la obra a todos los públicos y, también, está enterrada en ella la marca autoral de Ricardo Bartis, trayendo elementos teatrales que no son ni del primer ingrediente, ni del segundo. El resultado de esta mezcla es una obra de un metafórico gris amarronado que no deja a nadie a fuera, y aún así tiene algo para ofrecer a cada espectador distinto. Al casual, al foráneo pero teatrero y al interno, más crítico y experimentado.

Pero, ¿qué tiene de cada ingrediente?

Sobre el costumbrismo se puede decir que es una obra más “de living”. Una familia singular y de humor efectivo, usa la sexualidad y la violencia como tema convocante, se reúne alrededor del televisor y de las empanadas a resolver cuestiones de “la familia”. Por supuesto que al agregar los otros ingredientes a este costumbrismo rápidamente se entiende que no es una obra más  “de living”, aunque sin dejar de serlo.

Del teatro isabelino toma también varios elementos. Lo más obvio, El Rey Lear y Adonis y Venus se citan explícitamente. Ambas obras funcionan como puntos de partida dramatúrgicos por no decir que se trata de una adaptación libre.

También se utiliza el “aparte” shakesperiano, esos pequeños momentos cuando un personaje habla solo o a público, en este caso como una gestualidad íntima y muda que vuelve empáticos a unos personajes asquerosos y degenerados.

El último gesto shakesperiano a mencionar sobre la obra que resulta nuclear en esta clave de lectura es el “claroscuro”. Shakespeare cuenta sus tragedias con personajes maniqueos sin miedo a moralizar. Sin embargo, para hacer despegar el sentido y que cobre potencia su dramaturgia, realiza el siguiente procedimiento: cuando se instala el choque de fuerzas y queda en evidencia el carácter de sus personajes, propone una escena que tuerce estos valores. Le brinda al tirano y maligno un lado luminoso, frágil y sensible; y viceversa.

Bartis toma este procedimiento y lo exacerba hasta que se vuelve algo más. Mezcla tanto lo que favorece como lo que condena hasta teñir desde un principio todo de gris. Ahí, en ese gris, el mismo gris de la transición confusa del principio, es donde esconde su mirada.

Si en las tragedias de Shakespeare el espiral irrefrenable de violencia entre propios permite que el de afuera se quede con el premio, en la obra de Bartis el premio pareciera no ser para nadie. No hay plan que funcione. La obra del autor es sobre la esterilidad de unos cimientos socavados. Siempre por la última dictadura en Argentina y siempre trayéndola desde un fuera de escena. En este caso, el terreno donde se construyó el parque de diversiones había sido cedido a la familia en plena dictadura, un terreno donde habían arrojado cuerpos no identificados.

La “gesta” alude a una epopeya, pero en la palabra también está la idea de la concepción y la crianza. La de los hijos traídos a un mundo esterilizado por un plan sistemático de desmembramiento de los lazos sociales y políticos. El incesto, presente en la obra de forma explícita, perturba esos vínculos familiares, les dificulta sociabilizar hacia afuera y termina siendo un síntoma más de esta esterilidad propuesta por Bartis.

Por último, corresponde señalar un gesto actoral. Es una obviedad señalar que Luis Machín como el padre de esta familia es una demostración magistral de monstruosidad humana. Lo que también amerita ser señalado es el trabajo de Martín Mir que, con sutileza, construye un doble. Su Ernesto realiza una reproducción de Luis Machín que acrecienta exponencialmente la sensación aberrante de la obra. El primogénito, expresa un desprecio incontenible a su padre, mientras que también es su inevitable reflejo. Por eso se aleja. Le dice “Aprendí del inglés que ser y estar, en realidad, son lo mismo”.

Al igual que, en La tempestad, Calibán le retruca a Próspero que gracias a que este le enseñó a hablar ahora puede hablar contra él, Ernesto parece gritar “Me hice a tu imagen y semejanza y ahora me di cuenta, de la peor forma, que por dentro siempre estuviste podrido”.

Ficha:

Dirección y dramaturgia: Ricardo Bartis

Intérpretes: Facundo Cardosi, Marina Carrasco, Luis Machín y Martín Mir

Categorías: Reseñas

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