La casa del río

La casa del río

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Unión y Verdad

Año 2023. Todavía la mayor parte del público no se terminó de acomodar en una sala de teatro porteña y ya se produjo el viaje: en algún punto entre la guitarreada de una canción perdida en el tiempo, el amasado de la pizza, jóvenes corriendo de acá para allá, dibujando o jugando a la pelota; apareció el verano de 1985. Se respira la tranquilidad del campo, la nostalgia de las vacaciones pasadas y el tiempo libre. Se respira naturalidad.

La casa del río es una obra sobre la puja doméstica entre la verdad y el silencio. En tiempos en los que la sociedad argentina vuelve a discutir o revisar aspectos de su pasado, es importante que sigan produciéndose testimonios teatrales que indaguen sobre el efecto de la última dictadura militar en este país y en las familias.

Olga (Verónica Vergottini), vive junto a su hija, Miriam (Rita Nuñez), en la casa del río. Entre ellas se respira perturbación y sobreprotección. Cumplen con el mandato de su suegra que, antes de morir, les pidió que vivieran ahí y que todos los veranos recibieran a la familia en esa acogedora casita. Sin embargo, ésta está cubierta de sombras del pasado: el marido de Olga desapareció durante la última dictadura y aún quedan dudas sobre qué hacía y cómo fue delatado.

Ese verano ya acompañan los primos: Graciela (Antonella Jaime), la mayor, es la más atenta y responsable pero lidia con el secreto de un desorden alimenticio; Sergio (Franco Campanela), su hermano, toca la guitarra y se entera vergonzoso de que una vecina quiere algo con él; Nanchi (Mateo Isetta), el hijo del otro tío, es luminoso y jodón. Todo es risas y disfrute hasta que Olga se entera que al día siguiente llegarán sus hermanos.

Inés (Claudia Fieg), madre de los dos primeros, se presenta con eficacia a través de dos gestos: repasa con un dedo el polvo de la mesada y le pide a su hija en malla enteriza que se tape. Tito (Gustavo Ferrando), el otro tío, a pocos segundos de entrar a escena, deja a la vista su problema con el alcohol. Inés y Tito, cada uno desde un lugar distinto, vienen a perturbar el verano y expresar su inquietud ante la extraña cercanía entre Olga y el comisario del pueblo. Algo en esa relación despierta secretos del pasado.

Lo que más se disfruta de La casa del río es la blandura de su dramaturgia. La obra despliega el argumento del traidor desenmascarado escondiendo las costuras de su premisa policial. A la vez, es sutil: trabaja desde lo sintomático sin ser maquiavélica ni forzada; va lentamente corriendo el velo de lo que está oculto. Al igual que los niños de la familia, el espectador va encontrando la fuerza y necesidad de saber esa verdad postergada. El texto es una pieza que merece sostenerse en el tiempo y en los escenarios.

Sobre la puesta en escena quizás sí se pueda hacer alguna indicación menor: el tono de la actuación del elenco, de forma general, apuesta por sostener el ritmo y la naturalidad de la acción y está muy preocupado en no caer en sobredramatismo, solemnidad o épica. Esto se puede agradecer para la construcción de ese aire nostalgioso pero ahoga eso que circula en los silencios e intersticios y que luego se manifiesta para el final. Es cierto que el drama histórico puede pecar de todo esto de lo que la obra se defiende. Aún así, se puede conjeturar que, con el correr de las funciones, aparecerá la teatralidad en su punto justo. Esa que permite sin caer en artificialidad, respirar la tensión latente y soltar, si cabe, un final con todo lo monstruoso que asomaba antes de que esté todo dicho.

Más allá de este detalle, La casa del río es una obra necesaria y potente. Que cautiva y emociona. Que sin ser concesiva o edulcorada, propone un final que nos empuja a juntarnos, a apostar en el arte como mecanismo indispensable para desinfectar de silencio las cicatrices de nuestra historia.

Ficha:

Actúan: Franco Campanela, Gustavo Ferrando, Claudia Fieg, Mateo Isetta, Antonella Jaime, Rita Nuñez, Verónica Vergottini

Dirección: Jorge Castaño

Categorías: Reseñas

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