Lo que perdimos en el fuego

En medio del humo, podemos ver la consecuencia del autoritarismo y la opresión reflejada en la cara de una mujer. Con un monólogo desolado, Emilse Diaz nos introduce a la obra.

Sobre un escenario deshabitado y una luz opaca se desenvuelve el drama, nada más que restos de basura y prendas de ropas viejas desparramadas en el piso. Corrompidos por la tos aparecen dos personajes masculinos, notablemente afectados por su realidad, mantienen un diálogo intenso y preocupante. Ambos se encuentran enfermos debido al trabajo y la situación precaria a la que están sometidos por la guerra: su labor es la de quemar y deshacerse de los cadáveres y restos del enemigo. Una fosa común parece ser lo que depara los cuerpos sin vida de los desafortunados, sin embargo, del lugar donde carecía la vida se asoma una mujer desnuda y asustada.

Gracias a la dirección de Ana Fouroulis Isore y el dominio escénico de los actores supimos impregnarnos de la idea en cuestión propuesta por la dramaturga Laurent Gaudé.

Por un lado dos trabajadores, lidiando día a día con un sistema jerarca, subordinados hasta el punto de ser completamente ignorados. A su vez el personaje femenino, una sobreviviente de la atrocidad del poder del ser humano, una mujer que se niega a hablar. No existe comunicación entre ellos pero en el fondo, se establece un vínculo.

Otro de los factores interesantes en la obra es la forma del relato, los actores conviven en un mismo escenario pero en distintos contextos. Ella, únicamente habla para sí misma.

Es muy cierto que hablar o escenificar la guerra no es sencillo, consume a buenos y malos, destruye e incluso confunde al verdadero opresor. ¿Existe verdadero opresor? Los que vemos desde afuera llegamos a entender que de cada bando y de cada realidad solo quedan las ganas de sobrevivir, aun cuando se tenga que llegar al punto de habituarse al horror y la muerte.

Una propuesta intensa, con actuaciones prodigiosas que merece el tiempo de ser analizada, cuestionada y definitivamente aplaudida.