Pampa escarlata

Pampa escarlata

Agua para el molino

El 14 de septiembre, en su cuenta de Instagram, el excelentísimo y admirado Guillermo Cacace hace una reflexión que seguro habrá quedado rebotando en más de uno. Se pregunta: ¿se puede hablar de “extractivismo actoral”?

Se refiere a poner los cuerpos actuantes al servicio de un texto (utiliza la palabra “textocentrismo”) o una puesta espectacular. Donde prima la eficacia del trabajo de los actuantes al servicio de la palabra.

La propuesta de esta reseña, entonces, es preguntarse si en la ya recontra canonizada Pampa escarlata de Julián Cnochaert se  puede atender un fenómeno como este de “extractivismo actoral” y si eso le quitaría algún gramo de virtud.

La obra lleva cinco años entre vaivénes, premios y temporadas. Trata sobre una damisela de sociedad, Mildred Barren (“infértil” en inglés), que desde su apacible recámara del siglo XIX, quiere adquirir cierto prestigio a través de la pintura. Su tutor, Woodcock, se satura de su intrascendencia y decide darle un ultimátum antes de abandonarla (es su única figura tutelar presente). Luego de este traspié, su criada, Isidra, se convierte (literalmente) en el combustible que la estimula. Gracias a ella tiene un arrebato creador.

El texto ganó la convocatoria de Óperas Primas del Centro Cultural Ricardo Rojas. Tiene en varios niveles identidad, estilo y juego. En el camino, Julián mencionó inspiraciones como Cumbres borrascosas y Sara Gallardo. Hay muchas reminiscencias a obras como Mujercitas. Incluso, buceando en su carrera, se ve que trabajó en una adaptación de El empapelado amarillo, la nouvelle de Charlotte Perkins Gilman. El lenguaje barroco, lo epistolar, la épica romántica, lo coming-of-age, la afectación, la distancia, el confinamiento, la opresión y el mandato social. Todo terreno fértil para el arte del comportamiento. Un dique de compostura que siempre encuentra fisuras y desbordes.

En muchos de estos casos (y Pampa escarlata no es la excepción) el arte habla del arte. Porque la institución arte es una capa más de esa opresión sistemática (¿extractivista?) en la que habitan esos personajes femeninos. Si bien en todos se impone un cánon virtuoso, Julián propone una impronta algo más contemporánea: la vitalidad en la obra. “¿Dónde está el fuego?” pregunta Woodcock moviendo estrambóticamente los brazos con desilusión. Pero esto es sólo un mero disparador para Mildred, la obra no está en la opresión de la damisela, sino en cómo la traslada.

Está mencionada, ya en esta reseña, Sara Gallardo. Una obra titulada Pampa escarlata no se va a quedar en la recámara de una dama inglesa. Allí es dónde irrumpe Isidra, y la gauchesca, y el colonialismo cultural. Si se homenajea la literatura inglés es para encontrar justicia poética. Entonces, no se trata solamente de ese lenguaje, sino de la mezcla. Y, de nuevo, de cómo se traslada el uno hacia la otra (y en qué sentido). Una película reciente que tiene muchos puntos de contacto en contenido y forma es Sinners de Ryan Coogler.

El tono novelesco, barroco, pone a cualquier actor lejos de cualquier naturalismo creíble. El desafío del texto de Cnochaert es tan colosal que se vuelve, en algún sentido, fácil. Lo incómodo en todo caso es tomar la decisión de abordar la pose. Saltar sin miramientos hacia el ridículo y sostenerlo con tenacidad. 

Los lenguajes que se trasladan no son sólo el tono pomposo de la civilización y el gauchesco vernacular de la barbarie, sino el lenguaje visual a la palabra y la palabra al cuerpo. Para eso, se acude a la écfrasis (para los cuadros), al aparte (para el diario personal) y al gesto físico recargado. El despliegue escénico es justo en su propuesta estética (la luz, el sonido, la escenografía), pero mantiene una intensidad corporal de una dimensión tan descomunal que resulta enigmática.

Esto obliga a esta reseña a ir al punto. Ese punto resuelve la cuestión inicial y aborda el elefante en la habitación. Ese elefante actoral es Lucía Adúriz.

Al lector que llegó a esta reseña sin haber tenido la oportunidad de ver a Adúriz arriba de un escenario: que estas palabras se tornen en una curiosidad imposible de evadir. Ya sea en Saraos uranista, Paquito, Quiero decir te amo o lo que esté por venir.

Bronstein y Llargues se lanzan al expresionismo sobrecargado que demanda el texto, lo sostienen, le dan carne. Lucía hace algo más.

Adúriz toma el tema de la obra, la vitalidad y el vampirismo, y se lo apropia. Si existía la remota posibilidad de que suceda lo descrito por Cacace del extractivismo actoral (la labor del actuante al servicio de un foráneo); Adúriz lleva la apuesta de la forma, la pasión, la precisión y la intensidad a un nivel otro que invierte el orden de los factores. Logrando expresiones que harían que Jim Carrey pase y le pregunte cómo hizo.

El trabajo de Adúriz revive a Meyerhold y le da la razón sobre la biomecánica; revive a Agustín Alezzo y lo hace replantearse su escuela de dirección; revive a Lecoq y lo estimula; en fin, revive la forma sobre el cuerpo en el teatro. Y aunque su personaje sea una damisela posh no hay nada más argentino que hacer, no una, sino cuatro de más para eliminar cualquier tipo de discusión de lo que representa el teatro argentino.

Quizás el cine sea de los directores y la televisión de los publicistas; pero si algo queda en claro en Pampa escarlata, es que el teatro siempre es y será de los actores.        

Ficha

Autoría: Julián Cnochaert

Actúan: Lucía Adúriz, Pablo Bronstein, Carolina Llargues

Diseño de vestuario: Paola Delgado

Diseño de escenografía: Cecilia Zuvialde

Diseño De Sonido: Cecilia Castro

Diseño De Iluminación: Ricardo Sica

Fotografía: Marianela Muniz

Asistencia de dirección: Lucía Gusmán (Luchitron)

Prensa: Carolina Stegmayer

Producción: Carolina Stegmayer

Dirección: Julián Cnochaert

Categorías: Reseñas

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