El trágico reinado de Eduardo II

El trágico reinado de Eduardo II

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Se oye un grito desde hace más de cuatrocientos años

Christophe Marlowe, considerado el primer gran autor isabelino, fue un hombre que habitaba el mundo político de su época siendo abiertamente homosexual y militante del ateismo. No está de más enfatizar nuevamente: Marlowe fue un dramaturgo del siglo XVI que participaba de la vida político de su época (hace más de cuatroscientos años) siendo abiertamente homosexual. Por supuesto, esto sucedió antes de que se volviera norma biopolítica el puritanismo en toda Europa. Pero alcanza mencionar esto para darle contexto a la escritura de su Eduardo II.

La traducción del título original de la obra es: «El problemático reinado y la lamentable muerte de Eduardo II, rey de Inglaterra, y la trágica caída del orgulloso Mortimer”. Allí ya estaba la síntesis argumental de la obra. En la nueva adaptación que realiza el trío creativo formado por Carlos Gamerro (en la traducción y versión libre), Alejandro Tantanian (dirección y escritura) y Oria Puppo (en la escenografía, vestuario y texto audiovisual) las peripecias no cambian mucho. Sin embargo el título (que sigue resumiendo la obra) es otro: “El trágico reinado de Eduardo II, la triste muerte de su amante Gaveston, las intrigas de la Reina Isabel y el ascenso y caída del arrogante Mortimer”.

En las operaciones que aparecen en la versión del título ya está incorporado el acto político: por un lado, se corre el centro de la tragedia de Mortimer (el maquiavélico villano) a Eduardo, que deja de ser un rey problemático a ser definitivamente el héroe; por otro lado, se incluyen a los personajes invisibilizados (Gaveston e Isabel, el amante homosexual plebeyo y la mujer). La traducción y adaptación no se detiene en trastocar los hechos, porque en efecto no hace falta. Sino que la operación es de forma y de planos. Lo que estaba ensombrecido, los crímenes de odio, se trae al frente. Lo que queda siempre jerarquizado por la masculinidad, la lucha por el poder, queda relegado.

Marlowe predecesor y contemporáneo a Shakespeare se distingue sobre todo por una cuestión de identidad, sus héroes trágicos son siempre personajes marginados cuya tragedia es querer correrse del lugar en el que fueron situados por el designio social. Esta obra no es la excepción.

El texto es un frankestein isabelino que incorpora fragmentos e ideas de varias obras de Shakespeare (Enrique IV, Ricardo III, Macbeth) y de John Webster (La duquesa de Malfi). En la adaptación, el lenguaje se acerca al rioplatense y también se aggiorna. No sólo por el léxico, sino por el llamar a ciertas cosas por su nombre, de frente y sin vueltas. Esta linealidad y dureza, son una decisión política. Por siglos y hasta no tanto se escondieron identidades. Hoy es imperativo gritarlas con insistencia y claridad.

Para montar la tragedia se pone delante del público una escenografía moderna, hecha nada más con vigas de hierro que constantemente cambian de altura produciendo pozos y tarimas. Proyecciones visuales que escalan los rostros y los cuerpos a dimensiones épicas. La obra es gigante y, si bien tiene la cadencia pesada de la tragedia, también se ocupa de llenar el vacío y nunca dejar al espectador sin estímulos. Formando un efecto, sin dudas, Neobarroco. O Neobarroso (tomando a Perlongher como influencia). Esa mención sirve también como metáfora para entender cómo el barro de la obra lentamente muta de una fiesta queer llena de estímulos, acordes y colores a una sequedad en su devenir trágico.

A esta fiesta inicial la acompañan las atmósferas enrarecidas de Alex Kryger que potencian el espectáculo visual y coreográfico. Cuando más brilla la escena es cuando irrumpe el orgullo. El corazón de ese momento utópico es una especie de secuencia de montaje cinematográfico. Un “mundo verde”, un oasis de felicidad en medio de las presiones palaciegas.

En el otro extremo, al sentimiento trágico lo sostiene la ordalía de llenar la sala Martín Coronado con la propia voz. El elenco prescinde totalmente de cualquier tipo de micrófono. Las voces empiezan a sonar rasposas, hinchadas del esfuerzo. La acumulación física tiene un importante componente de esfuerzo respiratorio. No podría ser de otra forma, si lo que se quiere es darle entidad al grito.

Encabezando este esfuerzo está Agustín Pardella, encarnando un Eduardo II que es siempre humano y terco en su deseo de amar. Sin dejar nunca de ser un potente héroe trágico, todo en él es blandura y fuerza. En el extremo opuesto, Patricio Aramburu, hace un Mortimer, odioso y persistente. Sofía Gala, es la representante de lo femenino en un elenco de variadas masculinidades. Esa soledad desesperada es intencional y la llena de deseo y resentimiento.

Los nobles (Luciano Suardi, Francisco Bertín y Gabo Correa) son la toxicidad y el poder masculino; Santiago Pedrero, el hermano del rey, un hombre apocado y esteril; tanto Lalo Rotaveria como Matías Marshall aparecen como representantes de la iglesia y de la tortura: Esteban Pucheta, Sergio Mayorquín y Belisario Sánchez Dansey amplían el repertorio de otras formas de masculinidad y de homosexualidad. Byron Barbieri, Eduardo III, hijo y heredero, es sobre todo testigo de la barbarie. Martín Antuña es la cabeza de la violencia que no está poco presente sobre el escenario. Pero con un gesto de jerarquización: los figurantes que lo acompañan y la cometen utilizan máscaras neutras. Podrían ser cualquiera. En la punta de este gordo ovillo de cuerpos en escena está Eddy García, que hace un Piers Gavenston que es disonante con la tragedia. Su técnica de arte drag práctica siempre lo festivo, lo alegre; el orgullo y la esperanza.

Se puede mencionar la tradición de reposiciones de Eduardo II para inscribir esta versión como un nuevo acto de resistencia: la versión de Bertoldt Brecht se opone contra el incipiente nazismo y la versión audiovisual de Derek Jarman al neoliberalismo thatcherista. Además de estos antecedentes se puede sumar otro que habla sobre una decisión estética contemporánea. En la película The Favourite de Yorgos Lanthimos que trata de la disputa de dos amantes lesbianas de otra reina británica, también se aprecia una trama palaciega que admite otras formas y complejidades distintas a la linealidad monológica heterocis y renacentista (ya demasiado predecible y gastada). También en argentina parece esta necesidad estética que no por nueva es menos necesaria.

La obra cierra con el único sonido que emerge del audiovisual, es el grito, pero suena como un susurro. Empieza también como termina, con el rey, dueño de su voluntad, poniendo al amor por sobre todas los obstáculos e imposiciones.

Ficha:

Actúan: Martín Antuña, Patricio Aramburu, Byron Barbieri, Francisco Bertín, Gabo Correa, Matias Marshall, Sofía Gala Castiglione, Eddy Garcia, Sergio Mayorquin, Agustin Pardella, Santiago Pedrero, Esteban Pucheta, Lalo Rotaveria, Belisario Sánchez Dansey, Luciano Suardi

Bailan: Agustín Farfán, Ignacio Fittipaldi, Valentina Gauthier, Juan Martin Ahumada, Candela Navarro, Agustin Salinas

Dirige: Alejandro Tantanian

Género: Tragedia Isabelina

Categorías: Reseñas

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