El hombre de acero

El hombre de acero

Ficha

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  • Prensa:

    Carolina Alfonso

 

Distintas distancias

 

En el año 92, el francés Louis Malle documentó la exploración del texto de Chéjov Tío Vania, llevado adelante por un elenco yanqui. La cámara acompaña a los actores por las calles de Nueva York hasta llegar a un teatro abandonado en la calle 42. Ahí, sin transición alguna, vestidos con la misma ropa que traen, los actores comienzan su interpretación frente a un grupo de espectadores. Hasta ese momento, es imposible diferenciar a unos de los otros.

 

Ese juego de distancias (entre espectador y público, obra y vida), esta continuidad, es uno de los principios del naturalismo mejor logrado. Marcos Montes entra a escena con la misma vibración.

 

En la mitad de su transformación, El hombre de acero convida a los presentes la sutileza que diferencian a Marcos del protagonista de la obra. La ficción no entra por acto de hipnósis (un chasquido mágico) sino por meditación (un lento transcurrir). Llega a medio vestir a la sala, conversa, da algunas ideas de lo que vendrá, le van alcanzando el cinturón, los náuticos. Incluso, devela, sin emoción alguna, que todo aquel comienzo, está planeado como parte de la experiencia. No es desprolijidad, es planificación.

 

Antes de que aún comience la ficción (¿aún no comenzó?) Marcos propone al espectador un último concepto: interlocución bloqueada. Dice, “como de un lado, nadie responde, el emisor debe esforzarse más por hacer llegar su mensaje sin retroalimentación”.

 

Ahora sí, comienza: “el hombre de acero” es padre de familia. Cuenta que faltó al trabajo. Cuenta que su mujer duerme una interminable siesta producida por un Lorazepan. Cuenta que su hijo, Neo, es autista, y está encerrado hace horas en el baño. Como él no pude sacarlo, fue a buscar con el auto a la única persona que puede: Dionel. Dionel tiene la misma condición que su hijo. Se comunican, en muy limitadas, contadas ocasiones. Cuenta que Dionel y Neo eran compañeros en el mismo centro terapéutico. A Dionel, es a quién le habla: una silla vacía en la tercera fila. El monólogo se presenta como un juicio. El padre increpa a Dionel sobre un “incidente”. Él es quién hace las preguntas.

 

Al comienzo, Marcos (o su personaje), sirve un tazón de Froot Loops con el que intenta seducir a Dionel. Marcos (o su personaje) advierte, “dentro de un rato, serán una esponja de colores sin ninguna crocancia”. ¿Cuánto se puede absorber en la espera del deseo? ¿No se va nunca?

 

El juego de la obra es ese: la búsqueda de la mirada. La mirada de Neo, de Dionel y del público. Quién busca mediante todas las estrategias posibles es Marcos (y su personaje). Ese comienzo ayuda a que nos acerquemos un poco a ese actor y a su emoción. Así es como quiere ser visto. Así es como quiere mirar. Con empatía. Con humanidad.

 

Pero esa distancia con la ficción también produce reflexión. La obra se presenta como un juicio pero quién está en el atril no es Dionel. La obra no es inocente de producir sospechas.

 

El personaje es un hombre que nos recuerda constantemente sobre su buen pasar económico; tiene ahí, sentado quieto, a un adolescente autista; todo esto, incluso el nombre de la obra fomentan la sospecha.

 

Por eso, el espacio escénico se abre a la par que la interioridad de ese padre que sufre. La distancia permite entrar donde duele: la sexualidad de las personas con autismo, los límites de la paternidad.

 

La meditación, ese viaje lento y sensible hacia esa forma de vida singularidad, es todo producto de Marcos. Si se le cree o se desconfía, es gran mérito de una interpretación actoral basada en su propia carne y en poco más.

 

El hombre de acero es incómoda, es bella, es cruda, es elevada, es cercana pero la resolución del juicio está en la mirada. Según dice “ustedes me entienden”.

 

Ficha

Dirección: Juan Francisco Dasso

Actúa: Marcos Montes

Género: unipersonal.

Categorías: Reseñas

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