Tamorto

Tamorto

Una muerte a medida.

El revoltoso, el irreverente, el incansablemente pícaro Arlequín, ha muerto (“¡Tamorto!”).

Por supuesto todos lloran desconsoladamente su partida, pero el que más se lamenta es el siempre sufriente Pierrot, quien se considera a sí mismo responsable de provocar el prematuro desenlace de su amigo.

Según nos relata, la Doctora había visitado a Arlequín y diagnosticado que éste moriría al terminar el día. Sabiéndolo, y preso de los celos que le provocan los amoríos de Arlequín con su esposa Colombina, Pierrot decide adelantar el reloj, de modo que su amigo se encuentre con la Muerte dos horas antes.

Cumplida la venganza, Pierrot se arrepiente de su acción, llorando con amargura.

Por magia o por fortuna, el relato de su confesión (que dura tantos minutos como la misma obra) tiene la virtud de volver el tiempo atrás para restituirle a Arlequín los momentos de vida que le arrebató anticipadamente.

Aquí comienza como en un estallido, el despliegue carnavalesco de la obra: música, baile, destreza gimnástica y humor algo picante.

La obra lleva el compás de diversos ritmos latinos, boleros, cumbia, murga, de los cuales el Zanne Músico es alegre proveedor in situ.

Prestando un poco de atención a los trajes, las máscaras o el maquillaje que portan, cualquiera de nosotros reconocería algo familiar en los personajes, o podría predecir sorprendentemente la clase de acciones de que son capaces. Es que Pierrot (Emiliano Larea), Colombina (Romina Mónaco), Arlequín (Jorge Costa), la Doctora o La Muerte (Julia Muzio) no son sólo personajes reservados a piezas populares del Siglo XVI, sino que resulta muy difícil no haberse topado con ellos en cuentos, canciones o dibujos, mediante los cuales se han abierto camino hasta nuestros días.

Precisamente el vestuario (Almendra Vestuarios) y las máscaras (Alfredo Máscaras Iriarte) aportan algunos de los trazos típicos que delinean el género que estaríamos presenciando.

Pero los directores de Tamorto (Jorge Costa y Roberto Sánchez), más que afanarse en una reconstrucción arqueológica de lo que pudo ser la Comedia del Arte en sus orígenes, han puesto todo el peso en el arte vivo, manteniéndolo empático con las preocupaciones cotidianas y el humor de los sectores populares. Es un arte receptivo, abierto a la improvisación (lo indeterminado es la participación del propio público), coloquial. Se nutre de la burla y del desparpajo, llenándose de referencias políticas, sociales y hasta farandulescas.

Los actores saben combinar perfectamente sus divertidas acotaciones sobre el presente nacional con el desarrollo de la historia que están atravesando los personajes interpretados. Sin duda las alborotadas pasiones de estos últimos han también sabido encontrar correlato en algunos de nuestros contemporáneos.

Pero así como la obra se ve pautada por las risas y la música, otra presencia la atraviesa. Es el destino, dictando que Arlequín debe morir. Y la única gracia que se le puede conceder, es una muerte a su medida.

 

Categorías: Reseñas

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