El pequeño poni

El pequeño poni

Ficha

  • Datos de funciones:

    Funciones: Sábados 22.15 hs, Domingos 18 hs
    Entradas: $ 450. En boletería del teatro o por www.plateanet.com
    Teatro Picadero
    Enrique Santos Discepolo 1857

  • Prensa:

    Prensa: SMW

 

Miserias de la adultez frente al acoso

Pedos de astronautas. Una humorada de escolapio marca el tono inicial del hogar integrado por Irene (Melina Petriella) y Jaime (Alejandro Awada), pareja que se adora con locura. Pontifica la escena una imagen de Miguel, su benjamín transitando el colegio primario.  Este apacible e idílico inicio marca el punto de partida para la erosión de esta unión familiar. ¿El detonante? Una inocente mochila de colores del dibujo animado que da nombre a la obra, El pequeño poni, caricatura de la cual Miguel es devoto. Episodios de acoso escolar dan rienda suelta a los distintos cuadros de este drama devastador, con texto de Paco Bezerra y dirección de Nelson Valente.

La pieza emula una historia real, la del joven Michael Grayson, que asistía a su colegio con la mochila del mismo dibujo hasta que el propio instituto le prohibió su ingreso, abogando el “bien común”. Este concepto, junto al de identidad, diversidad, normalidad y los deberes paternales sobrevuelan las discusiones de la pareja de nuestra historia, devastada por el abuso que todos los compañeros del Miguel ejercen sobre él. En ellos recae la incomprensión del mundo adulto frente a la hoy llamada problemática del bullying. Irene y Jaime están azorados: preguntan, repreguntan, tratan de hacer sentido de algo que les huye a sus cabales. Proeza del texto, el dúo manifiesta posturas opuestas que desvisten las razones e intenciones de los protagonistas. Todo esto, llevado a cabo en un escueto living hogareño de precisa simetría, una mesa blanca ancha que separa a la pareja con dos sillas y dos bancos esquineros en los opuestos del escenario. Dicha simetría inicial también sufre el desbalance constante, según quién de los protagonistas toma las riendas del problema.

El pequeño Miguel es un protagónico en off. El retrato que pesa sobre sobre el centro del escenario es producto de una proyección que permite representar al niño en sus rasgos cambiantes, sus humores y desazones. Entre cuadro y cuadro vemos la involución de su estado de ánimo, y son sus padres quienes de tratan de poner el índice en la culpabilidad de su malestar. Una mochila, los compañeros, el director, los propios padres, así desfila en la obra esa persecución de responsabilidades que tantas veces tratan de simplificar la cuestión. Así, cuando una de los argumentos de los protagonistas nos convence, un volantazo en la trama nos vuelve a descolocar, nos recuerda que problematizar lo complejo no reviste un culpable evidente, pero sí víctimas claras, asimetría fundante que se replica en la erosión de la pareja representada.

Pero la actuación tácita del niño no solo nos evoca su tristeza, sino también subraya la voz acallada de una víctima en desarrollo. Esto implica múltiples pedidos de un niño que busca su identidad en instituciones fundacionalmente homogeneizantes. Esto es, el desafío escolar actual de individualizar la experiencia de los niños en su aprendizaje. Ellos, frente a un mundo hostil, alzan su voz, pero escasean en herramientas para poder expresar con claridad dicha individualidad, oscilando entre la opresiva norma y la solitaria diferencia. Miguel grita silenciosamente en señal de auxilio a sus padres, y ellos, cegados por la angustia de no poder asistirlo y el miedo al fracaso paternal, barbotean soluciones como armas de doble filo, desencadenando consecuencias cada vez más inabarcables.

Poco vale deshacerse en halagos ante la producción si no basta todo lo dicho con anterioridad. El nivel de minucia en la composición textual, directiva y actoral produce ese golpe al alma de una platea que experimenta en carne propia las miserias de la paternidad, aquella sensación de querer tapar el sol con la mano frente al acuciante calor de lo que escapa a nuestro control. La conmoción está en el más mínimo detalle de lo representado y nos pone frente a frente a esta problemática universal e inmemorial que recién hoy hemos cuestionado seriamente. Abierta la caja de pandora, no podemos más que aplaudir a rabiar un teatro que no teme discutir el tema  con brutal honestidad y sentimiento, un verdadero paso hacia la reflexión constructiva de una realidad que reclama nuestra intervención.

Ficha:

Con: Alejandro Awada y Melina Petriella

Dirección: Nelson Valente

Categorías: Reseñas

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